Rodolfo Walsh: “Los medios, el silencio, la astucia y la fuerza”



Rodolfo Walsh nació en Choele Choel en 1927. Cultor del cuento policial, escribirá en 1953 Variaciones en rojo, textos de los que renegará a partir de un relato, mitad crónica, mitad novela, que cambiará su vida y la de sus lectores: Operación masacre, sobre la que dirá: “haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”. Con la denuncia sobre los fusilamientos de civiles en un basural de José León Suárez en ocasión del levantamiento cívico militar contra la dictadura instaurada en 1955, Walsh anticipará los crímenes del llamado “Proceso” e inaugurará un género que, seis años después, transitará el periodista y escritor norteamericano Truman Capote. De allí en más, Walsh será un militante de las causas populares: asistirá a la Revolución Cubana, fundando la agencia Prensa Latina, participará en el movimiento obrero que fundará la CGT de los Argentinos y finalmente ingresará al campo de las organizaciones armadas del peronismo. Crítico con su conducción, los fustigará duramente y dará testimonio de lucha hasta el fin de sus días, fundando la agencia informativa ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina) en plena dictadura. A la siniestra junta militar le dedicará la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, último acto de resistencia civil, previo a su desaparición. A través de sus papeles personales, Rodolfo Walsh nos ha legado, entre otras cosas, su mirada profunda y sin concesiones de la relación entre el arte y la política, que hoy ponemos a consideración de nuestros lectores, los militantes, artistas, vecinos actores, actores vecinos y jóvenes cultores de distintas disciplinas, en definitiva, la comunidad de organizaciones del arte y la cultura popular que crece día a día.


"¡Cuando pienso en las imbecilidades que realmente uno oyó repetir durante décadas y que incluso tímidamente repitió o no refutó acerca de la relación entre el arte y la política! Pensar que aquí hasta hace poco tiempo hubo quien sostenía que el arte y la política no tenían nada que ver, que no podía existir un arte en función de la política (...) es parte de ese juego destinado a quitarle toda peligrosidad al arte, toda acción sobre la vida, toda influencia real y directa (...) yo quisiera invertir la cosa y decir que no concibo hoy el arte si no está relacionado directamente con la política, con la situación del momento que se vive en un país dado, si no está eso para mí le falta algo para poder ser arte. No es una cosa caprichosa, no es una cosa que yo simplemente la siento, sino que corresponde al desarrollo general de la conciencia en este momento, que incluye por cierto la conciencia de algunos escritores e intelectuales y de que realmente va a ser muy clara a medida que avancen los procesos sociales y políticos, porque hoy es imposible en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política o hacer arte desvinculado de la política, es decir si está desvinculado de la política por esa sola definición ya no va a ser arte ni va a ser política."
Rodolfo Walsh, 1970

Es posible que la noche del 9 de junio de 1956 el hombre que suscribe esta frase no pensara tal cosa ni del arte ni de la política. En un bar, y con su mano derecha apoyada sobre la sien, seguirá las evoluciones de peones y alfiles, ajeno al movimiento revolucionario que intenta devolver el poder al general Perón. Pero cuando una ráfaga de ametralladora se escuche cercana y salgan del lugar los “jugadores de ajedrez, los jugadores de codillo y los parroquianos ocasionales, para ver qué festejo era ése”, el hombrecito frente al tablero ajedrezado habrá empezado a escribir, sin saberlo, una de las novelas más poderosas de la literatura argentina: “Operación masacre”. Con ella, el escritor y el militante, el artista y el animal político, se convertirán en un nuevo paradigma intelectual.

“Me sentí insultado”
Meses después, al conocer a Juan Carlos Livraga, el “fusilado que vive”, Walsh hará de sí mismo una creación literaria: metido en la novela, se sentirá insultado por ese “agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos”, y así, se lanzará a investigar, usará una identidad falsa y habitará los márgenes de la exigua legalidad que la “democrática” Revolución Libertadora concede a un pequeño burgués dispuesto a descubrir la verdad. Como si la piedad y la indignación fueran suficientes para refundar el sentido de la humanidad, Walsh alumbra la propia toma de conciencia de sus lectores, a los que parece decirles: “si yo, que miré con simpatía a los que derrocaron a Perón y hasta fui indiferente al movimiento del 9 de junio, pude identificarme de tal modo con las víctimas, por qué no creer en mi relato, y por qué no involucrarte de la misma manera”.

Ese modo de narrar se convierte en una operación literaria y política que busca a un mismo tiempo lectores y cómplices de la patriada que los años por venir traerán como una tempestad.

Más grande que la vida
Que un tal Truman Capote haya escrito en el centro del mundo una novela como “A sangre fría”, que de ahí en más funda un género conocido como “non fiction”, le quita a “Operación masacre” un mérito que posiblemente Walsh no hubiera reclamado. O tal vez sí. Porque nuestro hombre, que es un tipo como cualquiera, busca la notoriedad como cualquiera, y hasta se animará a decirlo por entonces ante un horrorizado auditorio universitario. Es que al fin, Rodolfo Walsh no es más que uno que busca descamarse, abandonar los viejos hábitos, despreciar los laureles del sistema, pero sabiendo que su piel es la de quien se ha curtido con la historia y la estupidez de su tiempo.

Así que, aunque el hombre funde Prensa Latina, la agencia cubana que acompaña la revolución, y aunque sea el criptógrafo que –tal como el investigador de alguno de sus cuentos policiales- descifre las claves de la invasión a Bahía de los Cochinos, los usos burgueses seguirán al acecho, pero, a diferencia de más de un farsante, será el primero en reconocerlos y combatirlos. De ellos nos dirá el 31 de diciembre de 1968:
“Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo, pero no creo que vamos a ganar: en vida mía por lo menos. ¡En vida mía! Porque esa es la clave: lo que pase después no me importa mucho, y entonces sigo siendo un burgués, más recalcitrante aún”.



Para quién escribo yo entonces
Para entonces, cuando Walsh dirija el diario de la CGT de los Argentinos, la central de trabajadores disidente y antiburocrática, cuando “El caso Satanowsky” y “¿Quién mató a Rosendo?” sean testimonios que pongan en jaque a los servicios de inteligencia del estado y a la burocracia sindical, ese hombre se cuestionará todo lo aprendido, y se preguntará quiénes son los destinatarios de su palabra y cuál es el sentido de ésta.

“Cosa que me molestó, lo que dijo Raimundo, que yo escribía para los burgueses. Pero me molestó porque yo sé que tiene razón, o que puede tenerla. El tema me ha preocupado siempre, aunque no me lo formulara abiertamente. La cosa es: ¿para quién escribir, sino para los burgueses? Tendría que preguntarle a Raimundo qué literatura le gusta a él, qué novelas no están escritas para los burgueses, y qué cuentos pueden escribirse ‘para’ los obreros”.

El material con el que elija trabajar será una opción, el formato será político, y el artista no podrá alegar inocencia una vez que adquirió conciencia de sí y del sentido social de su arte. Walsh hace literatura, escribe cuentos y novelas, pero sabe que esa forma tiene un origen histórico, con anclaje en una clase social, que establece –tanto receptores con los que comunicarse–, como un sistema de recompensas que favorecerá al artista, según se respete o no.

“Las normas del arte que he aceptado –un arte minoritario, refinado, etc.– son burguesas; tengo capacidad para pasar a un arte revolucionario, aunque no sea reconocido como tal por las revistas de moda. Debo hacerlo. La película de Getino-Solanas señala una ruta, que yo empecé a transitar hace diez años”.

Ganar la vida
La ruta que empezó a transitar es “Operación masacre”, ese híbrido entre crónica y novela, que reúne la fuerza descarnada del testimonio con la belleza precisa de la literatura; la película de Getino-Solanas es “La hora de los hornos”, monumental testimonio político que ni en un solo fotograma abandona su pretensión artística. Ya no habrá entonces para Walsh relato inocente, ni habrá limbo en el que guarecerse: “me paso al campo del pueblo”, podría considerarse una afirmación arrogante si desconociéramos cómo terminó Rodolfo Walsh, pero, consecuente hasta el final, su palabra es juramento que le acarreará miseria y sinsabores. El “campo del pueblo” es un territorio inhóspito, con el que el buen burgués abandona el amparo de su propia clase y empieza a lidiar con la necesidad:

“Volviendo al trabajo. Hay una conclusión evidente: no puedo volver a hacer notas para ‘Siete días’ ni ‘Panorama’ ni probablemente ninguna otra revista salvo esporádicamente, cuando no lo necesite de verdad (...) bien, pero hay que trabajar. Mejor dicho, hay que trabajar para ganarse la vida, hay que trabajar en política, hay que trabajar en literatura. Hay que hacer las tres cosas al mismo tiempo”.

Es un ganapán como cualquiera, que cuenta sus monedas, mide fuerzas con sus patrones y decide hasta qué punto depende o no de un salario. Sus papeles nos devuelven así la estatura humana de un hombre que habrá de volverse mítico, y retratan el cotidiano de alguien que con obstinación quiere constituirse como artista y militante.

Ese escritor
“Por eso, lo que yo dije antes no debe tomarse como un descarte aislado de las formas literarias tradicionales de la novela, del cuento, para reemplazarlo siempre y definitivamente por el testimonio, pero sí pienso que va a haber que usar esas formas de otra manera. Pienso que ya no se van a poder usar inocentemente una serie de convenciones que prácticamente ponen a toda la historia en el Limbo”.

Afirmación que podría ser punto partida para un relato como “Esa mujer”, pensado como una entrevista, concluido como un cuento. Con ese fallido reportaje al coronel Moori Koënig, apropiador del cadáver de Eva Perón, Rodolfo Walsh compone el retrato de una casta, la militar, y de una clase, la burguesía, con sus fantasmas y dobleces apenas ocultos por un potiche de porcelana de Viena, una lámpara de cristal y alguna mueca de urbanidad.

Ese coronel, que arrastró el cadáver de una mujer y lo veló, enfermizo, largas noches, desgranando ante el cronista Rodolfo Walsh máximas de moral occidental y cristiana, preanuncia a los jerarcas del Proceso: Videla en misa de once, Massera en tertulias mundanas.Sin la urgencia del panfleto, con el detalle de un orfebre, el testimonio de Walsh se vuelve una vez más gesto político.

-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.


Walsh saca a la “historia del limbo”. “Esa mujer” es una extraordinaria pieza literaria, pero también es el registro documental, minucioso y despiadado de una clase en un momento histórico preciso. Poniendo el cuerpo y la palabra, Walsh cumple el programa literario y político que confiesa en sus papeles:
“Me siento capaz de imaginar, no digo de hacer una novela o un cuento que no sea una denuncia, y que por lo tanto no sea una presentación, sino una representación, un segundo término de la historia original, sino que tome abiertamente partido dentro de la realidad y pueda influir y cambiarla, usando las formas tradicionales pero usándolas de otra manera. Por otra parte es evidente que el solo deseo de hacer propaganda y agitación política no significa que vayas a elegir la literatura para desacreditarla, es decir porque hay otras maneras: si por ejemplo, el cuero o el tiempo no te dan podés hacer política de otra manera, no necesitás ponerte a escribir una mala novela que le dé la razón a la derecha, que diga: ‘ven, esos tipos no saben escribir novelas’”.

¿Quién mató a Rodolfo?
Que el último metal que empuñara su mano fuera un módico revólver y no las teclas de una Remington, cierra la historia de Rodolfo Walsh como una perfecta parábola del militante, del artista, del impugnador de todo un sistema que asumiera la necesidad de “dar testimonio en momentos difíciles”.

Aquella tarde del 25 de marzo de 1977, cuando circule por el barrio de San Cristóbal sin ánimo de convertirse en héroe, portando varias copias de esa “obra maestra de la literatura universal” que es la “Carta abierta de un escritor a la junta militar”, el ladrido metálico se asomará por debajo de unos bigotes perrunos y la partida entera se galvanizará –las 45 transpiradas, el FAL boquiabierto, mascando pólvora– ante el hombre delgado, de gafas gruesas y rictus desdeñoso que los aguardará con una paciencia de siglos. Fue en la esquina de San Juan y Entre Ríos como pudo haber sido en cualquier otra, de cualquier otra ciudad, en cualquier otro tiempo.

Minúsculo aparece entre sus dedos finos un revólver con bríos de cachorro frente a la jauría de metal recién bajada del Falcon verde, y el hombre, que no es un héroe de película, “sino solamente un hombre que se anima”, dispara sin esperanza contra sus atacantes, sabiendo que su acto final es apenas un gesto de resistencia.

Su lucidez le permitirá entender que la revolución es eso que hace el conjunto, esa lucha que empieza en la cabeza de la gente, sin iluminados ni hombres providenciales. Que no estén dadas las condiciones, no es excusa, sin embargo, para entregarse sin tirar una idea o un tiro, aunque sea más simbólico y menos fuerte que la propia palabra. Así lo entenderá Rodolfo Walsh, que hasta anticipó esa tarde frente a la patota, las condiciones de la lucha que seguirían y su última opción:
“Eso de ‘si el Che Guevara estuviera aquí entonces yo me meto y todos nos metemos y hacemos la revolución...’ concepto totalmente místico, es decir, el mito, la persona, el héroe haciendo la revolución en vez de ser el conjunto del pueblo cuya mejor expresión es que ningún tipo aislado por grande que sea puede absolutamente hacer nada”.

El intelectual y el artista, el periodista y el trabajador, será tan coherente en sus afirmaciones políticas como en sus textos literarios, porque esta idea hallará perfecta correspondencia en “Un oscuro día de justicia”:

“El pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza”.

De puño y letra de Rodolfo Walsh, el hombre que desde algún lugar, nos sigue escribiendo.


El siguiente texto, rescatado entre los papeles de Rodolfo Walsh, es un documento excepcional sobre el lugar del artista en la historia, su relación con el mercado, su imagen de sí y sus vínculos con el poder. Lo ofrecemos como un aporte al debate y la formación artística y política. VER EL TEXTO

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