Patricios,
el pueblo que se despertó en un teatro

A 260 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires el pueblo de Patricios tiene una historia conocida. La de las comunidades que existían gracias al paso del ferrocarril, y que comenzaron una larga agonía de abandono y despoblamiento una vez que éste dejó de circular y traer gente y trabajo. Sin embargo, Patricios resistió ese destino de soledad al que quisieron condenarlo; un milagro humano está devolviéndole la energía para recuperar dignidad y futuro. Un milagro del arte colectivo. Un grupo de vecinos crearon un espectáculo que no sólo reactivó la vida del pueblo, sino que se convirtió en uno de los epicentros de la Red Nacional de Teatro Comunitario. Nuestro compañero Carlos Balmaceda se adentró en el alma de Patricios y nos trajo esta crónica llena de memoria, dignidad y, sobretodo, de futuro. La Ruta 5 quedó atrás; atrás quedaron 8 kms. de tierra; estamos entrando en Patricios, el pueblo que se despertó en un teatro.

Por Carlos Balmaceda :: 5400 desaparecidos tiene Patricios, y ni un solo Ford Falcon ni grupo de tareas irrumpió en sus casas para llevárselos. Aun así, la población fue diezmada —de 6000 a 600 personas— en tres o cinco décadas, según se feche el inicio de las desgracias.
-Fue en el ´61: cuarenta y dos días y al final perdimos la huelga... —aporta don Raúl Alberca, maquinista.
-En el ´77, cuando sacaron el ramal –estima Nilda, viuda de ferroviario.Como en los centros clandestinos, tuvo aquí la palabra traslado un significado perverso:
-Los trasladaban al norte, como a mi hermano, que terminó en Santiago del Estero, a un pueblito donde hasta el agua tenía que comprar. Y qué más iba a hacer, con cuatro chicos a cargo.
-Si la mujer no seguía al marido, se separaban. Así se rompieron familias enteras.
Hablan de cuando los pusieron “a órdenes”, de cuando un gobierno democrático les encajó grados a los ferroviarios y agradezcan que no les cambiamos el azul de los overoles por el verde oliva del uniforme militar.
Patricios empezó a despoblarse a partir de los proyectos “de desarrollo” de varios gobiernos “democráticos”. Puta que habían sido milicos los democráticos, que a ese plan lo pergeñaron un capitán argentino y un general extranjero: Alsogaray, ministro de Economía de Frondizi, y Larkin, soldadote del ejército de los Estados Unidos.
Y véase qué desarrollista fue el plan que para el siglo XXI sembrará en la Argentina 870 pueblos fantasma, y véase a qué intereses nacionales respondía arrancar 10.000 kilómetros de vías, echar a 70.000 ferroviarios y comprar al exterior todo el material que se producía en el país. Ese plan fue resistido por todo el pueblo en la huelga de 1961.


Volvamos a Nilda y Raúl. Cuando uno dice ’61 y la otra ’77 no hay desacuerdo: sin la huelga perdida del ´61, no habría ramal cerrado en el ’77 ni liquidación del patrimonio ferroviario en los ’90; del mismo modo que, sin ochenta y nueve ferroviarios desaparecidos, no habría hoy burocracia sindical comprando ramales del bracete de algún mandón.

-¿Por qué decís vos “perdimos la huelga”? Me dijo una vez un compañero, y yo le contesté:
-Y decíme ¿dónde están los ferrocarriles?

En la pared del comedor hay una cruz, de la que salen cadenas en primorosos arcos uniendo una campana, una lámpara, varias tenazas. Cada una de estas herramientas del ferrocarril ha sido preservada tozudamente del óxido con una rabiosa pátina dorada, que le escamotea toda mácula al tiempo; y allí se han quedado, para siempre en oro color papel glacé, como si con ellas, tañido, tren y estación por siempre siguieran en el pueblo.
Pero Don Raúl sabe que no están, y para eso ha dispuesto uno, dos, tres, una exageración de relojes en breves repisas del comedor. Seguro para recordar que ese maldito se ha llevado todo, dejándole un formidable testaferro por toda compañía: su memoria.
-Ese día que se comenta que venía el tren, nosotros nos fuimos. 85 años tiene don Raúl, voz clara y firme. Puede imaginárselo uno liderando un grupo en el ’61, “ese día que se comenta”; y hasta parece ahora mismo –con su campera azul y su gorra, sentado en el comedor–, el mismo maquinista que les dijo a sus compañeros: -Vamos, –y ahí salieron, cuatro o cinco bajo la lluvia. Porque llovía esa noche en Patricios, y por el pueblo corría el rumor de que entre el agua y el viento, apenas si un relámpago podría iluminar ese tren de las ánimas que llegaba desde Buenos Aires. Pero qué, nada de ánimas, milicos nomás, con Máuseres, pistolas lanzagases y alguna Ballester Molina a la cintura. Y entonces, si un refucilo ayudaba, se podrían ver los caños brillando bajo las gotas, la superficie resbalosa de los capotes, las gorras protegidas por algún nylon.

Memoria emotiva
Es el 2007, las gotas siguen cayendo, pero en un ensayo de teatro. Atraviesa cinco décadas su alarido, y no hay lluvia que la empape aunque resuene un chaparrón en el andén. Es de arpillera la lluvia, hecha con bolsas, y aunque están en la estación, no es la misma del ’61, la que desparramaba a un tiempo gente, vacas y cereales, la que bullía entre silbatos, pañuelos verdes indicando la salida y campanadas que anunciaban la llegada. Como en los sueños, era la misma pero era otra, los milicos sombras que evoca la memoria, y sólo las mujeres que se pierden en sus calles son las mismas, aunque con cuarenta y cinco años más a cuestas.


-¿Lo vieron? Era un milico. Parado al lado del tanque.
-Qué decís Haydeé. Es la sombra del árbol.
-Parecía la guerra —cuenta Alejandra Arosteguy que le contaron, cuando intenta montar una escena sobre aquella noche, y como no llueve, y como están dentro del galpón, la chica, que a la fuerza ha tenido que ser directora del grupo, apaga las luces para evocarla.
-Vamos, les dice —imagínense que están allí, en el ’61.
-Vamos —les dice una vez más Raúl a su cuadrilla, y no hace falta imaginar nada, porque esta noche estamos en 1961, llueve sin bolsas de arpillera ni ocho cuartos.
-Dormimos en una tapera —cuenta don Raúl—, qué... más adentro que afuera llovía. Al otro día paró y entonces prendimos fuego, secamos la ropa y nos fuimos en coche hasta La Niña, un par de estaciones para allá.
-No dijeron dónde iban —cuenta ahora una de las viudas, en el galpón del ferrocarril que hoy es taller de máscaras, salón de maquillaje y escenario.
-Es cierto —parece responderle desde su casa don Raúl—, ni mi mujer ni mi hija sabían, porque si nos agarraban a nosotros, el pelotón que iba con uno se desarmaba.
“Nosotros” son los delegados del ferrocarril, “nosotros” son aquellos capaces de liderar la huelga, los que, como Raúl Alberca, dirán que es un error levantarla después de cuarenta y dos días, cuando la mediación de la Iglesia sólo asegure tres opciones: jubilación anticipada, indemnización por cada año trabajado o retiro.
-Dicen que las mujeres presionaban porque, claro, habían pasado cuarenta días y había que llevar el pan a la casa, pero la huelga tendría que haber continuado, porque ya no presionábamos solamente nosotros sino la ciudadanía, los que transportaban cosas, había un malestar, y el gobierno se iba a sentir más presionado.

Para imaginar ese “nosotros” remítase el lector a ferroviarios como Carranza y Garibotti, asesinados por la revolución fusiladora del ’55 en los basurales de José León Suárez, para los que trabajo, patria y militancia eran una misma cosa, o piense, si nuestros desvaídos tiempos no ayudan a imaginar, que por entonces, en Laguna Paiva, un tren cargado de carneros que venían a quebrar la huelga fue detenido por 4.000 pobladores. No les mezquinó balazos la policía, ni piedras ni fuego les mezquinaron ellos. Y así, unos se quedaron con 500 perdigonazos y los otros con una máquina incendiada.

Si aún no imagina el lector cómo era aquello, haga el ejercicio inverso: piense cómo serían hoy titulares de diarios y sobreimpresos de televisión, condenando a ese vandálico pueblo que impide el libre tránsito, vulnera el derecho a trabajar y opta por el camino de la violencia. Imagínese un alcahuete al costado de las vías con su micrófono, y después, a otro, más progresista y piadoso aunque del mismo canal, poniendo las vainas servidas en el platillo de la brutalidad policial, donde uno y otro peso terminarán por neutralizarse, pasar a otra nota, tan ensayadamente crítica como ésta, y olvidar a Laguna Paiva.

Ahora tal vez entienda el lector que don Raúl Alberca no es un personaje de historieta, uno de Oesterheld, y que era en un tiempo la palabra sindicalista voz asociada a honor y resistencia.
-Tras de la caída de Frondizi, el gobierno de Illía rehabilita el ramal de Patricios a Victorino de la Plaza y a Buenos Aires.
Cuenta don Raúl esta tarde de mayo en la que el frío empezó a tallar y, como ya veremos, en un galpón abandonado de la estación se obstina un grupo de conspiradores. Pero aquí sigue el viejo ferroviario trazando sobre el hule del mantel ramales que parten de una a otra punta del país.
-Con ese ramal, en forma mediocre, que no había trenes de pasajeros, se traían trenes de hacienda o de carga. Tiramos trece años, y en el ’77 –que entró Videla, gobierno de fuerza–, la organización ya no pudo hacer nada.
La organización era, como hemos visto, cabecillas como el que tenemos enfrente o pueblos enteros decidiendo qué ferrocarril, y con él, que nación había de tenerse. Descabezados desde entonces, nuestra suerte será la de Patricios: desaparecerán 500 ferroviarios aquí, 5500 en Tafí Viejo, decenas de miles en todo el país.
Hitos de nuestra decadencia: Frondizi privatizará las imprentas del General Belgrano y los restaurantes de los ferrocarriles. Con Onganía asistiremos a un aberrante caso de cipayismo industrial: Alemania envía un prototipo de locomotora para que Tafí Viejo, en la provinciana periferia de América Latina, evalúe qué mejoras se le pueden hacer. La destazarán a soplete, la reducirán a chatarra y la venderán a los Altos Hornos Zapla.

Cuentos de viejas nos harán creer entonces que los ferrocarriles pierden un millón de dólares por día.
-No es así, en Patricios tan sólo, teníamos, promedio, 30 trenes de hacienda por mes. Toda esa era una ganancia formidable para el ferrocarril.
Algo arde en la mirada de Don Raúl cuando cuenta todo esto. Es un rescoldo con el que seguramente se calientan los treinta locos que están a un par de cuadras de su casa, brillo cansino cuando cuenta cómo levantaron los últimos rieles.
-Después del 9 de marzo del ’77 siguieron viniendo trenes, pero venían de la sección Villar, a llevarse todo lo que había de Patricios para allá.
-Cuando terminen de levantar las vías les cierran el ramal.
-Qué dice Don Raúl –le contestaban los muchachos a ese inofensivo mito ferroviario– y aflojaban una tuerca más.
Como la huelga que debió seguir, tampoco en esto erraba, igual que ahora, cuando a modo de melancólica despedida, dice:
-Creyeron que hacían patria sacando el ferrocarril y se equivocaron, el ferrocarril está en todas partes del mundo y aquí lo sacaron.

Encuentro cercano
Retrocedamos un par de horas y avancemos un par de cuadras: sobre las vías muertas forman ronda unas treinta personas de entre cinco y ochenta años. Son las seis de la tarde, el sol alarga las sombras desde el oeste, allí donde un par de arbolitos deshuesados y unas briznas altas de pasto interrumpen la recta de la pampa.
A un costado de la ronda, el galpón ferroviario. Lo que era depósito de zapatas, alberga unas diez caras de arcilla mirando el techo de chapa a la espera de que bocas y narices se sequen.
Esos que ahora se dan golpecitos en la espalda, se masajean los hombros y juguetean con los pelos del compañero, redondearon pómulos y estiraron bigotes para que la arcilla remitiera a los almanaques de Alpargatas, aquellos de chinazos con ojos como bolitas que pintara Molina Campos.
Tan seriamente como se dedicaron a eso, ahora juegan. A las seis de la tarde juegan, con frío juegan, y uno supone que por tratarse de chicos y viejos en su mayoría, lo harán por diez minutos, pero no, se quedan veinte minutos, tres cuartos, una hora.
Secta religiosa o grupo que ha encontrado un punto de energía favorable en el campo y ahora intentan, tomados de la mano, un encuentro cercano con extraterrestres; eso parecen vistos de lejos.
Y es que cuando los cuerpos se salen de regla, nos da por pensar en desviados. Y bien visto, esta gente está desviada. De hecho, para llegar al pueblo hay que salirse de la ruta 5, ocho o seis kilómetros según el camino, siempre y cuando las lluvias no hayan hecho suyo el acceso.
Así han quedado desde que les sacaron el tren, y desde que les pavimentaron dos veces en treinta y cuatro años el camino. Tal cual. Así dicen que figura en los registros municipales; por lo tanto, según estos plumones, la lluvia nunca impide que los maestros lleguen desde 9 de Julio a la escuela de Patricios, ni hay ambulancia que se atasque en el barro tratando de unir los 23 kilómetros del pueblo a la ciudad.


En la ronda, sin embargo, algo religioso hay, y un contacto, que no extra terrestre, han hecho.
-Empezaron a verse de otra manera, a encontrarse de otra manera –cuenta Alejandra Arosteguy, directora del grupo de teatro.
Una mirada tan cristalina como sus intenciones tiene esta chica, que ha sido “teatrera de toda la vida”, cuando dice que aun siendo seiscientos,
-No se conocían. Gente que vivió toda la vida en el pueblo, sólo se conocía desde el prejuicio.
Sin tren, quedaron pocos puntos de encuentro donde reunirse para hacer algo, y solía ocurrir que —por esas mezquindades pueblerinas—, la sociedad de fomento se peleara con el centro de jubilados, o —apartados por la rivalidad histórica de los dos clubes del pueblo, el Compañía y el Atlético— medio pueblo pasara al lado de medio pueblo sin mirarse.
-El teatro empezó a mezclar gente de las distintas instituciones, y la gente se vio de otra manera, se redescubrió.
Pero esto no ocurrió sólo de alma en alma, sino adentro de cada uno; que lo diga Clyde, sino, que a los setenta y tantos, revela:
-Jamás pensé en integrarme a un grupo de teatro, siempre fui muy introvertida. Cuando surgió la segunda o tercera reunión, algunos dijimos: “yo estoy mientras no haya que hablar, mientras que no haya que representar”.
-Empezaron a conocerse de nuevo. A reconocerse —encuentra la palabra exacta Alejandra con una chispa de entusiasmo en los ojazos verdes. Y Clyde la confirma:
-Fue a raíz de que hubo tanto trato con las personas que se empezó a sacar esa coraza y uno se empezó a dar coraje. Así formamos el grupo, y de casi no hablar, terminamos formando el grupo y hablando bastante.
Quien lo diría, Clyde enfrenta el grabador sin inhibiciones, y en la escuela era apenas buen día, buenas tardes a los superiores, vergüenza hasta para dar una lección y hasta para pedir permiso para ir al baño.
-Vergüenza —repite como dándole un pisotón a palabra y sentimiento.
Ahora, parada en el borde elevado del galpón, desde donde se puede ver la pampa, da este reportaje como actriz, explicando que: -Aunque el teatro comunitario no es de muchas palabras, es más de representar con gestos, hago tres o cuatro papeles en la obra: en un momento hago de la señora chusma, en otro momento hago de francesa, en otro momento de española.
Y como para que no quede ninguna duda, acota: -Todos hablados.
Quién sabe qué se habrán propuesto Alejandra y la doctora Hayes, mentoras del proyecto, quién sabe qué querrá el propio grupo, pero ahora Clyde, con una voz donde decisión y dulzura son inseparables, dice:
-Este grupo que formamos quiere que nos vayamos despojando de ese hermetismo que teníamos en nuestras vidas.
Vaya a saber si es una síntesis del proyecto o un objetivo a tener en cuenta para los que difunden el teatro comunitario, lo cierto es que Clyde, con las palabras que antes no tenía, le ha dado forma a un sentimiento colectivo:
-Estamos muy contentos, nos sacamos algo que teníamos adentro y que no sabíamos que lo sacábamos, ni yo pensaba que un día lo iba a sacar.


El galpón es un revoltijo: sobre nueve máscaras de arcilla trabajan otros tantos vecinos, mientras afuera, los pibes remontan barriletes y el perrerío, medio chúcaro y medio faldero, forma una jauría amable que de tanto en tanto se desmadra en algún tarascón.
Adentro el mate va y viene, un adulto corretea a otro, se prende un grabador y un par de chicas bailan “El beso del osito”, cuando una vecina sigue dándole forma a los excesivos arcos superciliares de Molina Campos.
En medio del bullicio, Alejandra reflexiona que: -Nos falta una pata, que es la de la gestión. A veces atendemos demasiado la cosa cotidiana y la descuidamos. Así como también pasó con la cantidad de notas que nos hacían y que nos distrajeron de lo esencial, perdiendo contacto con el pueblo. Ni lo uno ni lo otro, incluso este grupo no es todo el pueblo, por eso lo que queremos hacer con la obra que viene es abarcar todo Patricios, abrirnos más a la comunidad.
“Estamos aprendiendo todos los días” admite, y adelanta el proyecto de crear una escuela de arte, porque Patricios, a diferencia de los pueblos y ciudades de la zona, se ha convertido en un enclave cultural.
Al fondo, unos paneles son el orgullo del grupo: notas de Para ti, La Nación, fotos de las puestas hechas aquí y allá, y un mapa que resume, por si hiciera falta, las cuatro y ocho cuadras de cada lado del pueblo. Lucrecia, que tiene 16 años y ojos retintos, señala algunos puntos de esta afirmación: “aquí estamos, estos somos, o más bien, ahora sabemos que somos estos” es el epígrafe que podría tener ese mapa.
Junto a la puerta por la que el sol se filtra, Daniela pinta sobre Raúl una cara de Molina Campos: con bigotes y todo, la chica mira las ilustraciones de un libro y dibuja cachetes colorados aquí, cejas generosas allá. Es sólo una prueba para la obra que vendrá, así que una vez que todos lo hayan visto, con crema y algodón le devolverán su fisonomía.
Y ya de noche, con un escándalo de estrellas, Alfredo, del grupo Catalinas Sur, que dirige el taller de máscaras, las embadurna con yeso, una capa fina y después, un socotroco más grueso.
-Tan lindas que estaban, y ahora ni se ven.
-Es que, lo que se imprime contra el yeso, va a ser el molde de la máscara —explica didáctico.

Debe haber unos ocho grados y el chiflete se filtra por todos los rincones. Sin embargo, el cinco por ciento del pueblo sigue ahí, viendo cómo Alfredo, con las manos heladas de yeso, deja todo listo para lo que serán las máscaras.
-Que van a llevar cuatro personajes de la próxima obra –aporta Alejandra Arosteguy.
La primera empezó el día que con Bicho Hayes, la pediatra del pueblo, asistieron al taller “Teatro, comunidad y memoria” que daban Adhemar Bianchi y Ricardo Talento.
-Yo siempre anduve en el teatro tratando de hacer otra cosa, de salir de adentro del escenario y de la sala, y Bicho siempre buscando hacer algo con el pueblo. Entonces unimos las dos cosas, y Bicho dijo “esto lo tenemos que hacer en Patricios”.
Esto era convencer a vecinos que nunca habían actuado, y que tal vez nunca se habían sentado en la butaca de un teatro. Esto era el año 2002, cuando la gente intercambiaba con desconfianza Patacones y Lecops, o truequeaba empanadas por pullóveres.
-Un puñadito de mujeres que ves acá en el galpón se juntaron a truequear y les contamos la idea, contamos lo que habíamos visto del Fulgor argentino y propusimos festejar el aniversario del pueblo con una obra.
Fueron dos meses de traer fotos y contar historias, de que se acercaran veinte que ya no se irían, y que se asomaran algunos como Mario, preguntando:
-¿Qué necesitan?
Para quedarse, después de decir “esto no es para mí”.
-Pero es que más que el baile de la esuela, yo no había hecho nada arriba de un escenario. Así que les dije “atiendo la cantina”, pero después me di cuenta que si ser actor es poner bien a un chico y hacerlo reír, ya está.
Ninguna transcripción le hace justicia a su voz cuando dice que gente como Bicho “pone la vida en esto, viene y se sacrifica, y entonces uno dice tengo que estar ahí”.
Y se quedó nomás este nativo, que como su padre y su abuelo, financia empresas chicas, se acerca con un mate solícito a cada uno, y se pone sentencioso cuando cita: -Alguien dijo que no se le pueden pedir peras al olmo, pero si le hacés un injerto al olmo, va a dar peras. Nosotros no podemos dar peras, somos el olmo.
Pasa el mate una vez más, y remata: -Pero ellos pueden dar peras –señalando con la bombilla al piberío que levanta vuelo en barrilete.
-Yo siempre fui actriz –dice otra que también descubrió que, al revés que Mario, podía ser otra cosa.
-Y a la fuerza me hice directora.
Alejandra trabajó siempre en 9 de Julio, con las limitaciones de toda ciudad chica, y, como ya sabemos tratando de “salir de adentro del escenario”. Vaya que lo hizo: en el espacio vacío de la pampa, montó una obra completa.
-Salimos al andén, porque la obra transcurre en la estación y la usamos toda: la parte de arriba, que es la casa del jefe, en un momento una zorra atraviesa las vías, pasa un sulky...
Shakespeare se lamentaba de tener que montar sus escenas sobre una pobre “O” de madera. Sin duda entonces aprobaría este escenario, y Peter Brook, que consideraba al teatro como un espacio vacío a completar con voz, cuerpo y memoria, daría su visto bueno a Patricios.
-“Nosotros colaboramos, pero no actuamos”, se atajaron todos, y después, jugando, jugando, jugando, se quedaron.
Traducidas al inglés, las palabras de Alejandra revelarían lo más obvio: “play” en la lengua de Shakespeare, es actuar pero también jugar.
Eso es lo que hacen bajo el sol Nilda, Haydeé, Nora, Lucrecia y hasta los perros que se les meten entre las patas.
Jugar no es muy grato al poder, es cosa de gestos rotos, de cuerpos desacomodados, de corazas caídas, tal como diría Clyde. Domesticarse en una línea de montaje, vaya y pase, pero poner el cuerpo a la historia, traer a una estación abandonada fantasmas olvidados, eso ya no está tan bien. A menos que no pase la raya del pintoresquismo. Pero no hay caso, porque Alejandra advierte:
-No queremos que quede como algo pintoresco. “Había una vez en un pueblito de la provincia de Buenos Aires perdido en la pampa húmeda un teatro…”.

Por eso la próxima será sobre las luchas del pueblo, así que en los mascarones de Molina Campos irán las caras de aquellos que partieron hacia los campos en el ’61, escapándole al milicaje que a puro fierro vino a domarlos, serán también los que arrimaron bolsas –chicos, mujeres, viejos- para levantar el alteo que paró la inundación del ‘73, les pondrán gestos a los que salieron a la ruta para pedir por el acceso (aquel al que las autoridades, de tanto pavimentar durante treinta y cuatro años, dejaron en piel y hueso) y harán muecas para la última de las luchas, la que se citará a sí misma: el teatro en Patricios.
-Porque si algo ha levantado a este pueblo en los últimos años, eso es el teatro —nos dice don Raúl Alberca, y agrega: una fuente de ingresos para un pueblo tan chico. Porque, claro, una obra como “Nuestros recuerdos”, la primera del grupo, puede reunir tantos espectadores como habitantes, y como no hay hotelería en Patricios, algunas casas se convierten en hostales, y la marca registrada del pueblo —“Dormir y desayunar”— se respalda entonces con cincuenta y cuatro camas disponibles.
-Recién estamos organizándolo, de repente alguien te junta nueve camas en un dormitorio –se sonríe Alejandra. Y no es cuestión de improvisar, ni en esto ni en la factura de las obras.
-Porque por más que esto surja como una piedra en bruto, por más que todo salga con una vida impresionante, queremos preservar la calidad. Por eso trabajamos siempre con gente como Ricardo Talento, hoy viene a dar el taller de máscaras Alfredo.
Que, a propósito, se queda helado de frío metiéndoles yeso, o por lo menos uno lo imagina así, hasta las nueve de la noche, rodeado de los pocos que no han sido vencidos por el frío, el sueño o algún fisgón de Buenos Aires que con un castañeteo de dientes reclama hospedaje inmediato. Que es lo que ahora ofrece Nilda, por intermedio de Alejandra.
Así que salimos por entre las vías, con Nilda y su hermana Haydeé hasta alcanzar las calles del pueblo.

Cinco estrellas
No hay servicio de hotelería como el de Patricios: Haydeé ha preparado unos canelones exquisitos, acompañados de carne. Pero la honestidad de su hermana es insobornable: -Como tuvimos que improvisar, todo es de hoy al mediodía.
En ningún restaurante de ningún hotel dirán que han marcado las papas, pero Nilda avisa a modo de disculpa. Claro que tampoco uno se encontrará en ningún hotel con su calidez, ni con su charla.
-Qué íbamos a actuar. Cuando vinieron la doctora y Alejandra a proponerlo, hubo gente que no quería... me acuerdo una señora que al ver los ejercicios que hacíamos, decía: “Y esto para qué, si vamos a hacer teatro”. Y yo le decía: “ya te explicó Alejandra, que esto es para moverse, para expresarse”.
Hasta esto uno puede percibir en Patricios, que cierto universo que parece reservado a bichos de ciudad, de clase media más o menos acomodada, y de 18 a 50 años, fue expropiado por estas señoras.
-Y se fue esa mujer, al final, y no la fuimos a buscar. Lo cual es un error- casi piensa en voz alta Nilda, que hace ocho meses ha perdido a su marido, uno de los que estuvieron en la huelga del ’61.
-Cómo para olvidarla. Llovía esa noche, cómo llovía...
Y eso es lo que hacen en noche cercana, usando el recurso de la arpillera, que, según dicen, reproduce el sonido de la lluvia. Lo mismo que hacen para evocar la inundación, en la que el alteo —bolsas cargadas con tierra— superado por el nivel del agua, se levanta otra vez por obra de todos, casi como en una gesta heroica.
Qué Lee Strassberg de la pampa iría a pensar que los recuerdos evocados con treinta bolsas de arpillera, hecha de voces y cuerpos la lluvia, se continuará entonces en una de las actrices, Teodora, con una parrafada que truena:
-¿Saben lo que es estar inundado? ¡Estar inundado es que la calle se te haga río! ¡Que las patas se te hundan en el agua cuando vas a comprar yerba!
Y así, lo que tal vez debió decir y no pudo cuando las grandes inundaciones, en el ’73 o en el ’86, se escucha por primera vez. Resplandece Teodora bajo una luz mortecina y resuena su voz contra el chaperío, y el llanto de los demás —que sólo se aguanta por no interrumpirla—, es su coro y su punto final.
Aunque Nilda no esté esa noche, alejada por la pérdida del compañero de toda la vida, vaya si conoce a Teodora, que entró al grupo de la mano de sus hijos, una de 29, otro de 16, cadena familiar que al fin terminó con la incorporación de la abuela.

No es el único caso: Lucrecia, la piba de 16 que se aleja dos meses del elenco, incorpora en su vuelta a la mamá y la hermanita.
-Esto es como una gran familia —afirmaba Clyde a la caída de sol.
Y como siempre, como si supiera que la frase ha de ser escrita, remataba Mario:
-Y los que no tenemos ni madre ni hermano, aquí tenemos una familia.
De niños y cuestiones familiares conoce la doctora Hayes, Bicho para los más cercanos, que desde hace cuarenta años atiende pibes y conoce como nadie a la gente de Patricios, que cuando estudiaba medicina, en La Plata, formó parte de la Escuela de Teatro de la facultad. Y aunque a los hachazos deshicieron el país —que al pueblo le arrancaron el tren, que a la universidad, el teatro— difícil hacharle las ganas a esta mujer: donde encuentre un cómplice, vuelve a empezar.
Por la noche, con cierto pudor, Nilda cuenta que no puede llamarla Bicho, y se sorprende porque:
-Hasta en el mail ella se ha puesto ese nombre.
Y uno puede imaginar que en un país con tanto tilingo, doctor de aquí, doctor de allá, que alguien desprecie el título y se haga llamar Bicho, algo se trae entre manos. Por ejemplo, para empezar, Bicho tiene un proyecto muy concreto. Aporta cien pesos con los que poner sobre vías una zorra motorizada que hará la competencia al acceso pavimentado. Sí, porque aunque la lucha por el camino es irrenunciable, se puede además montar una zorra de veinte pasajeros y llegar a la ruta 5. Así lo certifica el comunicado de la comisión pro recuperación que integran, como no podía ser de otra forma, Bicho Hayes y don Raúl Alberca. Qué dos estos, una haciendo crecer pibes y el otro llevando y trayendo almas, vacas y cargas.

-Y... si la doctora, hoy día —me dice Nilda con admiración—, estudia turismo una vez por semana, para ver cómo puede ayudar a Patricios.
-Porque los pueblos de acá han hecho de todo para recuperarse.
Y entonces me cuenta la historia de La Niña, que García Márquez aprobaría con fruición: -Se hizo una laguna, y entonces trajeron pejerreyes. No es nada común una laguna con pejerreyes. Y era un contento cómo venía la gente de todos lados a pescar. Tenía una publicidad bárbara el pueblo, hasta que un día, la laguna se secó.

No hay servicio de hotelería como el de Patricios, porque en qué otro lugar uno caminará dos pasos de la cama al café con leche, al pan de campo y otra vez a la charla con Nilda. Y no lo hay porque ningún hotelero ni botones te despedirá en la esquina con un beso, un abrazo y un hasta pronto.
Y cuando uno mira el campo desde el micro que nos dejará en la ciudad de 9 de Julio (curioso, al camino pavimentado dos veces en 34 años las autoridades le han dado una pátina terrosa, como si efectivamente fuese de tierra, e incluso, seguramente para que no contraste con el ámbito natural, lo han asfaltado diseñándole algunas lomitas, donde el colectivo corcovea que es una dicha), decíamos, que cuando uno pierde la vista en el campo, y Patricios queda atrás, las voces de sus vecinos/actores resuenan en el aire.

Un corcovo del micro, una frase; otro corcovo, una pintada: es en una estructura abandonada de la estación, con dos ventanucos que más bien son huecos sin forma, y pasto crecido entre el cemento. Allí adentro, una bandita de adolescentes pintó con aerosol –¿para que lo mire quién? ¿por qué?– la siguiente frase: “Todo hombre se arriesga cada vez que elige y eso lo hace libre”. Firmado: Los Indomables.
Y uno juraría que un hilo invisible ha sido tendido desde la mano de ese pibe, los teatreros del pueblo y aquellos heroicos huelguistas del ’61.
Pero para frase final, la de Mario:
-Yo vi la época dorada, y vi la siesta que dormimos durante veintipico de años. Gracias a Dios, veo el resurgir. La caída es una cosa que no pudimos frenar, pero sí podemos frenar la siesta.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

qué buena nota, qué linda experiencia... para cuando una peli de esta historia... mataría

Anónimo dijo...

Escarabajo, en realidad, se han hecho varias películas sobre Patricios: "Estación Patricios", "Patricios, la Resistencia", una sobre el Encuentro Nacional de Teatro Comunitario, etc.
Incluso, y aunque no se vincula temáticamente con este fenómeno, la película "Soy tu aventura" se filmó allí, con la participación de los vecinos/actores del pueblo.
Es cierto que todos son documentales, pero tal vez la próxima obra que produzcan, basada en las históricas luchas del pueblo de Patricios, inspire una película argumental.

Anónimo dijo...

"El hombre arriesga su propia vida cada vez que elige, y eso lo hace libre." La verdad es que esta frase de Gorki es brillante... Apelo a la existenca de algún amante del gran autor ruso. Si es así, está más que invitado a presenciar "Los Bajos Fondos" en el Club del Bufón, Lavalle 3177, justo detrás del Abasto. Funciones Sábados 21 hs y domingos 19 hs. Entradas $20. Nombrando el presente Blog, descuentos 2x1. Para más información, pasar por http://clubbufon.blogspot.com/. Gracias por leerme. Saludos. Naty Montenegro. Actriz.-

Unknown dijo...

Que triste historia que dabastacion del patrimonio de todos.
el ferrocarril es, fue y sera el transporte mas seguro, economico e integrador de toda sociedad.

Unknown dijo...

Tengo la suerte de conocer a Nilda y a su hermana Haydee, es increible el amor y la ternura que trasmiten, las conoces y las adorás!
Esta obra de teatro te parte el corazon, te hace reir, te llena de emociones..
ojala todo cambie para bien, y el gobierno se ANIME en gastar unos pesos asfaltando el acceso al pueblo. Hay muchas cosas por hacer, el pueblo precisa de un cajero automatico y un correo, para poder cobrar sus jubilaciones (deben movilizarse hasta 9 de julio) ya estan grandes para ir y venir...