Rodolfo Walsh: "La creación artística..."

El siguiente texto, rescatado entre los papeles de Rodolfo Walsh, es un documento excepcional sobre el lugar del artista en la historia, su relación con el mercado, su imagen de sí y sus vínculos con el poder. Lo ofrecemos como un aporte al debate y la formación artística y política.

La Creación artística era concebida como la máxima forma del ser, como la incomparable culminación de todos los esfuerzos humanos, a la que todo podía y debía sacrificarse.

Habrá que analizar a fondo este mito, común a los intelectuales de mi generación, esa estupidez fue respirada desde la infancia. Lo difícil es explicarlo. Obviamente los propios artistas crearon el mito como una forma de privilegio social, para ser respetados, para abandonar en los últimos siglos el papel de fámulos o payasos que tuvieron en las cortes europeas a partir del Renacimiento, donde un noble incluía entre su servidumbre a un Quevedo o a un Rafael. ¿Pero por qué se dejaron convencer los nobles, luego los burgueses? Es evidente que no consideraban al escritor o al músico tan importantes como ellos se creían; en todo caso le pagaban menos que al maestre de armas. Sobre todo en el caso de los burgueses, lo que ellos pagan es un índice seguro de la valoración que hacen. Pagaban menos de lo que simulaban estimar. ¿Y por qué los artistas se dejaban estafar, por qué aceptaban un testimonio de su valor comparable al de un criado de lujo? Porque lo que los acreditaba como tales era su obra; tenían que producirla para ser reconocidos: la obra producida entraba en el mercado, donde encontraba una competencia: el mercado determinaba el verdadero valor, que no coincidía con la autoimagen del artista. Pero él no podía hacer huelga, porque su producto al fin y al cabo no era necesario, él no podía presionar sobre el mercado haciendo escasear su producto, que no tenía el valor inapelable de un cañón, de un telar, de una espada, de una esclusa, de una tela, incluso de una joya. La idea de la huelga de los artistas, que de tanto en tanto asoma en forma burlesca, desnuda la condición del producto intelectual: la huelga es imposible porque el producto es un lujo, y el artista no es agremiable, porque lo que lo distingue de los otros artistas es la competencia, la rivalidad, la individualidad, la negación y la exclusión de los otros artistas. Ningún artista admitirá que él está haciendo ‘lo mismo’ que otro. Solamente los obreros hacen ‘lo mismo’ que otros obreros. El producto artístico es individual, es exquisito, se exprime de tal personalidad y no de otra: los fantasmas de Sábato son incomparables, no pueden tener nada de común con los fantasmas de un tornero o de un matricero.

La condición del artista en la sociedad burguesa es, pues, de una extraordinaria ambigüedad. Nadie lo valora como él se valora. El hecho de que ciertos cuadros, algunos manuscritos, alcancen hoy valores fabulosos (sobre todo después de que sus autores mueren) no modifica la cuestión, ya que ese precio desmesurado no emana del aprecio de la obra artística, sino de la psicosis del coleccionismo, de la posesión de lo único que es el lujo supremo y último de la burguesía en su faz decadente y consumista. El que crea que el precio de un Rembrandt o de un Picasso es un valor ‘artístico’ debería consultar los catálogos de los filatelistas, y comprobar que un triángulo de papel sucio y gastado, sin el menor mérito artístico, histórico, humano, alcanza un precio comparable a la tela exquisita, por el solo hecho de que no hay más que un ejemplar, y a un ejemplar del sello triangular de la isla Mauricio, solo puede corresponder un ejemplar de imbécil, que es su dueño.

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